El evangelista salió a sembrar[1] la
semilla de la palabra de Dios[2].
Con la esperanza de que diera fruto, “cómo el labrador espera el precioso fruto
de la tierra, aguardando con paciencia hasta que reciba la lluvia temprana y la
tardía”[3].
Cada día salía a esparcir la palabra. A veces en el camino,
otras veces en las piedras. En algunas ocasiones tuvo que entrar entre los espinos,
amenazado por sus peligrosas puntas, con temor de sufrir una herida mortal. Pero
nunca dejó de repartir la palabra a su paso.
Cuando encontró una tierra fértil se dedicó a sembrar con
paciencia. Limpió el terreno de impurezas, señaló las cosas que estaban mal y
que podían matar la semilla. Fertilizó el campo con los nutrientes de la
verdad. Puso con delicadeza la semilla en el corazón aprisionado por el pecado.
Cuando la semilla comenzó a germinar la regó cada día. En
ocasiones la regaba él, en otras ocasiones algún sembrador vecino[4]. La
alimentaba con la suave brisa de los himnos, con chorros de oración y con la
lluvia de la doctrina. Siempre orando para que Dios le diera crecimiento a esa
nueva planta.
Gracias a su esfuerzo, el Señor bendijo el campo y dio mucho
fruto. Ahora hacían falta obreros. “La mies a la verdad es mucha, mas los
obreros pocos; por tanto, rogad al Señor de la mies que envíe obreros a su mies”[5].
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