¡PERO LO HIZO MAL!
“Viendo Pilato que nada adelantaba, sino que se hacía más alboroto,
tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo, diciendo: Inocente soy yo de
la sangre de este justo; allá vosotros.”
(Mateo 27:24)
La figura bíblica de Pilato ha tomado un valor especial en la
humanidad. Son diferentes las opiniones que se tienen sobre él y pueden ser tan
contrastantes que algunos le consideran traidor, cobarde, mientras otros, como
La Iglesia Ortodoxa Etíope, le consideran un “santo”.
Pilato fue un
gobernador romano, prefecto según el
término adecuado, que estaba encargado de la provincia de Judea. Su deber era
mantener el orden y la paz, aplicar la justicia judicial y económica. Es
probable que haya alcanzado el cargo a una edad muy temprana. El puesto que él
ocupaba era dado a aquellos que pertenecían a un estatus social alto,
ciudadanos muy ricos que podían comprar caballos, pero que habían realizado
acciones valiosas; eran enviados a los pueblos bárbaros, y así consideraban a
los judíos, para gobernarlos.
La historia narra
varios episodios en los que Pilato estuvo involucrado. Josefo y Filón narran
que introdujo, en el templo de Jerusalén, unos estandartes en honor a Tiberio.
Algo que molestó a los judíos porque la ley condenaba la presencia de imágenes
en el templo, es probable que a éste evento se refiera Lucas 13:1. Josefo
también cuenta otro evento en que, Pilato, construyó un acueducto utilizando
los fondos del templo; mandó que sus soldados se disfrazaran de civiles y
golpearan a los judíos revoltosos. Un último relato dice que un grupo de
samaritanos se reunieron en el monte Gerizim para buscar un tesoro,
supuestamente enterrado por Moisés, pero Pilato mandó a matar a varias
personas.
Anne Rice, en su obra
Camino a Caná, describe a Pilato como
un hombre temeroso e inseguro de sus decisiones, por eso los judíos se
permitían presionarlo. Temía ser destituido de su cargo y prefería mantener
contenta a la población. Quizá por ese motivo, cuando escuchó que, si no
crucificaba a Jesús, sería acusado ante el César (Juan 19:12) decidió dar
muerte a Jesús.
El relato más
conocido de Pilato es el encuentro con Jesús. La responsabilidad del gobernador
era aplicar la justicia y mantener la paz. Pero frente a Jesús, aplicar la
justicia significaba poner fin a la paz. Ante ese dilema se lavó las manos.
Lavarse las manos era una práctica de origen judío y no romano. Fue
una ordenanza de Dios para liberar la culpa y justificar a los sospechosos de
un crimen (Deuteronomio 21:1-9). Por lo que se ve en las Escrituras, el lavado
de manos otorgaba una cualidad de inocencia valiosa ante el Señor (Salmos
26:6).
Al leer estos
pasajes, no podemos pasar por alto el origen del lavado de manos de Pilato.
Quizá podríamos reflexionar sobre la razón de su proceder: para justificarse,
para evadir su responsabilidad, etcétera. Pero ahora aparece otra posibilidad.
Por lo que leemos de Pilato, en la historia y en la biblia, es probable que
conociera la ley de Dios; al menos los pasajes importantes, los que podía usar
para mantener el control y los que, políticamente, le podían servir para
preservar su gubernatura.
Bajo este supuesto:
Pilato conocía el pasaje de Deuteronomio, sobre el lavado de manos, y por eso
lo hizo. Vamos a ver por qué lo hizo mal.
Pecó en nombre de lo
santo.
Al leer el trasfondo del lavado de manos vemos que era un ritual
que se ejecutaba bajo ciertos criterios:
1. Cuando alguien ya
estaba muerto.
2. Cuando se
desconocía a los homicidas.
3. Cuando se desconocía la causa de muerte.
4. Cuando no había
testigos.
El efecto del lavado
de manos era la liberación de la culpa. Pero Pilato intentó acomodar la ley a
su vida. Observe que Jesús aún no estaba muerto, no se desconocía a los
homicidas, ni la causa de su muerte y él era el principal testigo porque se dio
cuenta de la injusticia que se estaba cometiendo (Lucas 23:4, 14, 22).
Él sabía y había
comprobado la inocencia de Jesucristo y estaba presenciando la injusticia más
grande en contra de un hombre. Seguro que quiso librarse de culpa, hacerse a un
lado, evadir su responsabilidad. Por eso evocó un pasaje de la ley que podía
ayudarle. Pero ese pasaje no se ajustaba a su situación. Él no era inocente.
Ningún pasaje de la ley
podía justificar su condición, no podría alcanzar la justificación ni aunque se
lavara con jabón o lejía (Job 9:30, 31; Jeremías 2:22). Los hombres a veces
intentan utilizar la Escritura para justificar su condición. Predican un Dios
de amor, perdonador y viven vidas reprobadas. Se dan un baño de santidad,
cambiándole el nombre a sus acciones. A lo malo le llaman bueno. Cometen actos
vergonzosos y luego presentan ofrendas generosas. Se emborrachan en honor a una
figura religiosa. Eso mismo hacían muchos judíos, evadían la responsabilidad
material hacia sus padres con el pretexto de haber consagrado a Dios todos sus
bienes (Marcos 7:11).
De nada sirve asistir
puntualmente, cantar, orar, escuchar los sermones y hacer muchas otras cosas si
afuera se viven vidas pecaminosas.
Se negó a conocer la
verdad.
El pasaje de por sí no se ajustaba a su situación y, para poder
justificarse, Pilato aplicó mal el pasaje de la ley. El mandato de lavarse las
manos se hacía cuando se desconocía a los homicidas, la causa de muerte y no
había testigos. Pero ese pasaje no mandaba que no se investigara.
Pilato usó ese pasaje
para evadir su responsabilidad de investigar las acusaciones contra Jesús y
conocer su defensa. Es cierto que interrogó a Jesús (Mateo 27:11-14). Pero
cuando preguntó por la verdad no se quedó para escucharla (Juan 18:37, 38).
Quizá pensó que definir la verdad, en términos filosóficos, era un tema difícil
de tratar, prolongado y que Jesús no podría sostener un diálogo así.
Él escuchó lo suficiente
para interesarse por la verdad (Juan 18:27). Y las palabras de Dios son la
verdad (Juan 17:17). Para justificarse y poder aplicar el pasaje de la ley a su
vida, Pilato rehusó conoce toda la verdad. No preguntó para conocer la
respuesta. Quizá aún piense que, en el juicio final, podrá justificarse
diciendo que no conoció toda la verdad.
Quizá hay muchos como
él, que se sientan a escuchar la Palabra pero en realidad no quieren conocer la
verdad, no quieren ser reprendidos por ella ni desean obedecerla. Hay quienes
se sientan en los lugares de la audiencia, no para conocer la verdad, para
criticar al predicador, o auto justificarse, repartir la amonestación a otros a
quienes consideran más pecadores; otros se duermen, se hacen “de la vista gorda”,
etcétera.
Pero, para tristeza
de muchos y condenación de otros, los tiempos de ignorancia de la ley han
pasado (Hechos 17:30, 31). Por lo tanto nuestro deber es doble: conocer toda la
voluntad de Dios para con nosotros y predicar el evangelio a toda persona.
Su obediencia fue
incompleta.
Pilato pensó que citar un pasaje de la ley y enjuagarse las
manos le otorgaría la absolución de sus culpas. No solamente no cumplió
cabalmente con la ley de Moisés al acomodar y aplicar mal el pasaje del lavado
de manos; sino que, si hubiera escuchado la verdad, se hubiera enterado que el
lavado de manos no era suficiente.
Un hombre que quiere
agradar plenamente a Dios y presentarse limpio y sin mancha en el juicio final,
no se conformaría con lavarse las manos (Juan 13:4-9). La escena de Pedro,
pidiéndole a Jesús ser lavado completamente, es humorística pero también
muestra cuál debe ser la actitud de toda persona.
No es suficiente
lavarse las manos, hay que lavarse de los pecados a través del bautismo (Hechos
22:16). Así que Pilato, no solamente no obedeció bien a la ley de Moisés, sino
que también obedeció a medias al mandamiento de Cristo (Marcos 16:16).
Pilato lo hizo todo
mal. El lavado de manos, que él esperaba que le redimiera, justificara y liberara
de su responsabilidad en la muerte de Cristo; servirá para condenarle aún más.
Aunque no sabemos si más tarde en su vida se arrepintió.
Pero hoy tenemos a
nuestro alcance un lavado capaz de borrar nuestras culpas y pecados y
presentarnos justos ante Dios. ¿Ya lo ha obedecido? Y si ya se ha lavado a
través de las aguas del bautismo, procure no pensar como Pilato: que eso es
suficiente, que su responsabilidad termina hasta ahí y que no hay más verdades
qué conocer.
Ojalá que el relato
de la muerte de Jesucristo sirva para nuestro crecimiento espiritual y para
asumir nuestra responsabilidad sobre nuestra vida espiritual.
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